Lo
que les voy a contar es una historia real que ocurrió en la ciudad de Santiago.
Estaba yo aún joven y llena de sueños cuando tomaba el metro todos los días en
dirección a Plaza de Maipú para llegar a mi liceo. Las arrugas no se me asomaban
aún y el cabello me lo entintaba de color chinita, eran otros tiempos de los
que mucha memoria guardo. ¿Les dije que es una historia real? Lo siento, la
memoria con los años se agujerea y como colador descompuesto desecha los
tallarines y conserva el almidón. Estaba yo en el metro en un horario en el que
los habitantes de Santiago estaban obligados a meterse como ganado dentro de
los trenes, se empujaban sin control con la llegada del tren que tenía un color
como del cielo. El guardia de la estación inútilmente gritaba: “¡Detrás de la
línea amarilla por favor!” pero era una cosa terrible la necesidad de llegar
pronto al trabajo, después de todo debíamos pagar el gran televisor, el celular
que es una cosa en caso de emergencia, claro, y como la tecnología avanza a
pasos agigantados sin el internet no podríamos tener amigos, ni anécdotas, ni
comentarios bajo nuestro rostro sonriente asique se le contrata el plan a la
hija y al hijo también porque a la hermanita debe cuidarla, señor, usted será
padre de familia un día y deberá cuidar a sus hijas de los violadores, no me
conteste señor, usted es un hombre y se pone el terno y se va a la oficina,
mierda. Así eran los papás en esos tiempos, grandes hombres, pero aún chapados
a la antigua, cargando los miedos de los viejos más viejos que yo. Así eran y
así se murieron muchos de ellos.
Llegaba
el tren y abría sus puertas “¡Deje bajar antes de subir!” vociferaba el
guardia, “¡Deje bajar, por favor!” y como si los gritos dieran la bendita
partida, nos metíamos corriendo ¡qué digo corriendo! Volando como si alas
tuviéramos todos y tuviésemos que emigrar lejos de nuestros pensamientos, lejos
de la soledad que nos encerraba en nuestras piezas, lejos, lejos de todo para
estar cerca, muy cerca de otros humanos y odiarlos como dios manda. Entre
manotazos y empujones lográbamos hacernos un lugar en ese nuevo mundo dentro
del tren. Cuidábamos de no caernos, sujetados de los fierros o de las paredes,
como pudiéramos, era una cosa terrible, de veras les digo. A veces no había
lugar y debías rogar al cielo que no veíamos nunca que no te cayeras, que por
lo más grande no te fueras a dar contra el suelo porque al jefe no le gustaba
la apariencia de fracaso y el director te revisaba los zapatos lustrados o
anotación negativa, pero director, me caí en el metro, de veras no quiero una
anotación negativa, no señorita, una dama siempre anda limpia, aprenda a ser
una buena mujer y había que callarse la boca porque a nosotras nadie nos
escuchaba. Les juro que así era, la memoria me falla a veces pero estas cosas
yo las viví y las llevo tatuadas en la lengua.
Nos afirmábamos pero en ocasiones no había
espacio y te las aguantabas aunque te haya salido caro el pasaje, enserio, la
gente pagaba por sufrir. Cierto día estaba yo yendo al liceo sin mis audífonos
puestos, condenada a un silencio ridículamente aburrido dentro del fétido tren,
cuando un hombre se subió en estación San Joaquín. Se abrió paso entre la gente
pidiendo disculpas y se encontró con un bendito espacio vacío pero sin lugar
donde afirmarse. Pensé “Pobrecito, de nada le valió subirse” Sin embargo el
hombrecito no se dejó amedrentar por aquel destino cruel y, valiéndose de su
voz como único recurso para torcer su suerte, se acercó a un empresario de esos
que aún no ganan más que su mamá limpiando el baño pero que se creen dueños del
sol y le dijo: “Disculpe señor, es una corbata muy bella esa que tiene
asfixiándole el cuello. No lo digo sólo por decir, señor, no. Mire, yo tengo
una vista bien fina y le digo, esos diseños son muy difíciles de combinar pero
usted ha logrado vestirse a la perfección, señor. Esa camisa verdosa va muy
bien con esta corbata, señor, mucha clase, mucha calidad.” El empresario,
visiblemente perturbado pero al mismo tiempo halagado por las palabras del desconocido
le dio las gracias y volvió a mirar al frente. “Señor, disculpe pero esa
corbata es realmente bella. Disculpe pero… ¿me dejaría tocarla un momento?”
Pasando sus dedos por la costosa corbata movía su cabeza como elogiando
mudamente al creador de este pequeño accesorio. “Muy buena calidad, mucha
firmeza, esta pieza de tela de veras que es algo muy valioso. Señor, disculpe,
¿me dejaría sujetarme de su corbata? Usted sabe lo movidos que son los viajes
en metro y usted tiene una corbata muy firme aquí.” Sudando, el empresario
intentó replicar algo hiriente, algo que alejara a ese extraño adefesio de su
vista. Ya lo había hecho antes, ya había dejado a su madre llorando en casa
luego de decirle que no era más que una empleada doméstica, una sirvienta pobre
que agradecía el pan mientras que él labraba su futuro como los grandes, como
los que no se conforman con la marraqueta a la hora de once sino con la
panadería completa, eso quiero mamá, quiero la panadería completa, quiero
comerme todo el pan de Santiago, de Chile, del mundo, no como ustedes unos
pobres obreros, yo seré jefe, seré un hombre poderoso que se pudrirá en el oro
que sale de sus dedos, no como ustedes que se pudren en su pobreza. ¿Qué lo
hacía dudar ante tan absurda petición? ¡Era evidente que ese hombre estaba
loco! ¿Cómo se hiere a los locos? ¿Cómo se los deja llorando como a una madre defraudada
de su propia creación? Sin saber qué hacer sudaba mojando la camisa. “Señor, no
sude, señor, mire que estas corbatas se achican con el agua fría. ¿Puedo
sujetarme, señor? El tren ya va a dar uno de esos remezones malditos, señor.” Y
con un gesto casi mecánico, el empresario asintió con la cabeza dejando que el
loco se afirmara de su corbata. Así se fueron por casi dos estaciones, el uno
tieso mirando hacia en frente y el otro feliz de sentirse seguro en su ida al
trabajo. Cuando el empresario se bajó en Baquedano, el loco desconocido se
quedó sin un lugar del cual afirmarse otra vez.
Junto
a él se paró una señora rubia artificial luciendo un collar de perlas
blanquísimas y yo pensé “Ahí va a ir de nuevo, le va a insistir a la señora.”
Pero mis pensamientos estaban muy equivocados, en vez de eso se dirigió a una
colombiana morenita que estaba frente a él y le dijo: “Disculpe dama, usted
tiene unos rasgos muy bonitos, de una belleza que acá en Chile no se ve ni se
aprecia con frecuencia.” La colombiana le dijo pues que muchas gracias, que acá
se le discriminaba más que lo que se la elogiaba con tanta educación. “Sus
labios, señorita, son muy bellos, muy grandes y carnosos, evidentemente bellos
e hidratados.” La mujer, con desconfianza, le dio las gracias y calló
secamente. “Señorita, disculpe pero ¿podría yo sujetarme de sus labios? Se ven
tan firmes y yo aquí me tambaleo más que trompo en fiestas patrias, señorita,
por favor ¿Podría afirmarme de ellos sólo un momento?” Ante tan amable petición
la mujer no dudó un segundo, pensó que la costumbre en este país era así y que
quizás iba a ser bien visto por los demás. Tal vez de esta forma estaría
haciendo un acto revolucionario, un acto pequeño pero que podría cambiar la
realidad de miles de extranjeros que llegaban a Chile con el sueño de construir
una vida mejor para ellos mismos y para sus compatriotas que sufrían secuestros
allá en sus preciosas y violadas tierras. Y así se fue el desconocido,
nuevamente afirmado y con una sonrisa de oreja a oreja que no se la quitaba ni
el remesón más fuerte que diera el metro.
Cuando la colombiana se bajó en Plaza
de Armas yo pensé “Hasta aquí llegó su cómodo viaje, ahora le tocará pegarse
unos tropezones como nos toca a todos los que no estamos locos.” Y mientras
pensaba en esto se acercó a mí con su sonrisa amable. Pensé en que nadie podría
torcer la dureza de mi juventud, mi boca estaba preparada para articular algún
insulto intelectual que lo dejara sin recursos de convencimiento, no me iba a
pescar, pensaba, no iba a lograr doblegar mi voluntad con un halago de esos que
se le dicen a cualquiera. Se me acercó y, les digo, yo tenía un libro de ideas
con las que le podía negar todo lo que pudiese decirme, se me acercó y me dijo:
“Usted tiene un cabello pintado como las chinitas y una mirada de adolescente
arrogante que me parecen he visto antes, no quisiera tener que afirmarme de una
mujer como usted nunca jamás en mi vida, señorita. Usted es de esas que pegan
el grito en el cielo si se les hace lo que no se debe, de esas que saben torcer
la voluntad de uno cuando se les intenta controlar, usted, señorita, usted me
da asco. Preferiría caerme a tener que tocar alguna parte de ese cuerpo al que
usted ha sabido dar valor propio sin necesidad de nadie más que de la voz de su
conciencia. Usted será un fracaso, señorita, un enorme fracaso y lo será en
mayúsculas. Sus hijos le darán la espalda, sus padres llorarán de frustración al
ver su futuro de caminante libre, usted, señorita, usted me da un asco
tremendo.” Al oír sus palabras me llené de una rabia incontrolable ¿Qué se
creía ese ser que estaba parado frente a mí? ¿Creía que iba a dejar pasar un discurso tan
repugnante como aquel? No, no. Ustedes saben que soy arrogante y olvidadiza,
pero no me olvidaré nunca de la cachetada que le di en el rostro a ese
insolente desconocido, fue una cachetada tan fuerte que se le giró todo el
cuerpo y se desplomó en el piso. Todos los pasajeros miraron la escena y
comenzaron a levantar sus voces, algunos relatando lo ocurrido a los que
estaban más lejos, otros insultándome sin piedad. Una señora incluso dejó su
asiento y fue a levantar al pobre hombre que estos adolescentes de mierda, no
se les seca el ombligo aún y andan dañando a los pobres trabajadores como una,
venga que usted necesita este asiento más que yo, venga mijito póngase cómodo,
si usted me recuerda a mi hijo que se murió cuando tenía su edad, le dio un
infarto y hasta ahí no más llegamos ¿Quiere más agüita?
Y
así fue como al bajarme en Quinta Normal pude ver que el loco hombre
desconocido se iba sentado en el tren repleto, con las piernas estiradas y
apoyadas sobre las piernas de un viejito calvo que le limpiaba los zapatos
mientras que algunas mujeres masajeaban sus hombros y lo alimentaban con pan
amasado hecho por sus propias y arrugadas manos. Levanté mi dedo de en medio
antes de que el tren se fuera pero lejos de ofenderse por mi gesto, me mandó un
beso y se despidió agitando la mano con esa sonrisa que pocas veces te
encuentras viviendo en la ciudad de Santiago.
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