domingo, 11 de marzo de 2018

El hormigólogo


Era una calurosa tarde de verano cuando el hormigólogo salió de su casa. Se dirigía a Santiago para hablar con el Intendente Regional. Había estado esperando este encuentro hace muchos años. Intentar hablar con los políticos es una cosa terrible, pero lo había conseguido y se sentía radiante. Desde hace cuarenta años que era hormigólogo, un oficio que ha quedado en la sombra de este mundo motorizado. Hace muchos siglos el ser humano, queriendo satisfacer su natural deseo por conocer todas las cosas, comenzó a desarrollar la hormigología como una ciencia culta. Los conocimientos se fueron transmitiendo de boca en boca, a través de los relatos de viejas curanderas del noreste asiático quienes, abriendo sus achinados y rugosos ojos, instaban a los más jóvenes a seguir descifrando a esos pequeños seres. Decían que conocían los misterios del mundo y que algún día, cuando aprendiéramos su lenguaje, íbamos a entender muchas cosas y, quién sabe, ¡hasta podríamos alcanzar la iluminación! Muchos siglos pasaron, aún algunos más y no se sabe en qué expedición estos conocimientos llegaron al nuevo continente. Así, en un pequeño pueblito artesano llamado Pomaire, vive un hormigólogo, el último del país, me atrevo a decir, quien ahora mismo va dejando su pueblo a pie para llegar a las calles de la ciudad de gentes esquivas. No se siente agotado a pesar del denso calor que el sol derrama sobre su canosa cabeza de viejo humilde. No se siente dichoso, pero sonríe.
-Tome asiento, el Intendente lo atenderá enseguida-
La oficina en la que ahora estaba tenía una decoración muy elegante, se notaba que cada objeto había sido limpiado esa misma mañana y, de seguro, se volverían a limpiar la mañana siguiente y así hasta que la mucama enfermara y tuvieran que contratar a una nueva que no sería tan dedicada para limpiar como para seducir al Intendente con sus carnosos muslos.

-Usted es el famoso hormigólogo, un gusto-

Le dio un apretón de manos de esos apurados, de esos que te dejan con la sensación de que tienes pocos minutos para poder decir lo que vienes a decir pues hay otra cosa más importante que se debe hacer y tú solo estas siendo un jodido obstáculo en un juego de videos.

-Muchas gracias por su tiempo, Intendente. Hace muchos años que esperé el momento para poder hablar con usted y comunicarle algo muy importante. No sabe la angustia que tengo, yo… -
-A ver, hombre, no me haga esto más dramático. Sus cartas dicen que usted se dedica a estudiar hormigas, ¿estoy en lo correcto?-
-Sí, señor. Está usted en lo correcto-
-¡Qué simpática ocupación! No pero enserio, ¿Dónde estudió esto usted? ¿Es alguna tradición familiar? O ¿Es que acaso pertenece a una tribu?-
-Es un poco de ambas, señor. Pero aprendí el oficio directamente de mi abuelo. Él solía ser un hormigólogo de gran renombre en el pueblo del que provengo, se dedicaba a sanar a los enfermos. Ayudado por los secretos que las hormigas le entregaban acerca de la tierra y la arcilla, hacía friegas milagrosas que podían levantar al enfermo más grave de su lecho de muerte-
-Impresionante, supongo. Las personas siempre encuentran la manera de ver la magia en cosas tan ordinarias como la tierra. Pero bueno, ¿qué me viene a decir? Tengo una reunión en unos minutos y bueno… ¿Qué hay en ese bolso que trae ahí?-
-Verá, señor. Traje conmigo a mis hormigas porque hay algo que debo comunicarle… Verá, las hormigas tienen un sistema de organización magnífico ¡El mejor del mundo! Diría yo. Ellas residen en las profundidades de la Tierra, por esta razón son algo ciegas, por la oscuridad que las cubre día y noche. Sin embargo, encontraron la manera de comunicarse y construyeron túneles e idearon un sistema político admirable a través del cual decidieron ponerse a trabajar día y noche. Una actitud muy humana, diría yo, señor. Una actitud que me inquietó desde el primero momento que la vi-
-Ya, pero hombre esto se sabe. Cuénteme algo que valga la pena, por favor-
-Bueno, avanzaré, señor. Verá, esta actitud podría tener un sentido, un plan mayor, ¿me entiende? Nadie se pone de cabeza a trabajar si no tiene un sueño, ¿sabe? Eso es lo que nos mantiene con fuerzas y estas pequeñitas tienen una fuerza increíble. Pero eso usted ya lo sabrá asique avanzaré. Verá, señor. Yo aprendí a comunicarme con las hormigas, conozco su lenguaje, tal y como mi abuelo lo conocía. Hablo largas horas con ellas, tirado en el suelo como un niño chico, las observo, las tomo con cuidado y luego las pongo dentro de esta pecera que usted ve aquí. Es grandecita, para que caigan todas. En este momento hay 647 hormigas, las conozco a todas y cada una de ellas. Sí, es posible, le juro, señor. Cuando uno ama su trabajo puede hacer maravillas. Bueno, las conozco a todas. Les hablo mucho, señor. Mi mujer tiene Alzheimer la pobre y no puedo hablar mucho con ella porque es tan molesto tener que repetir las cosas que le cuento una y otra vez porque se le olvidan y me empieza a reclamar, que por qué no la entiendo, que quién soy yo y que qué hago en su casa. Una cosa caótica, señor, enserio. Asique bueno, ellas son mi compañía. Nos volvimos tan íntimos que un buen día, hace ya diez años atrás, me contaron la razón que las motiva a trabajar tan duro día y noche sin pegar pestaña. Es terrible, pero es su sueño y las comprendo, señor. Las comprendo porque uno cuando sueña no conoce razones, sólo conoce el aguante y se alimenta de una fe tremenda que lo vuelve a uno muy poderoso, señor. Un poder que no se compara al poder que tiene usted, no me malinterprete, señor. Me refiero a que es un poder que no está dado por las personas, no. Es una cosa que nace desde lo más profundo de nuestro ser, algo que nos motiva a hacer frente a la mano de Dios. Algo que nos hace creer que somos infinitos…
- Y ¿Qué sería lo que descubrió?-
-Mire, creo que no sería prudente que se lo dijera así de golpe. Mire, señor. No queda mucho tiempo… Por favor, evacúe la ciudad de inmediato. Bajo la región está ocurriendo una cosa tremenda. Muchos morirán, señor. Por lo que más quiera, haga algo-
El Intendente se levantó de su escritorio, puso las manos tras su espalda y, a paso lento, se acercó al hormigólogo que sostenía su pecera de hormigas con las manos sudorosas.
-Mire, hombre. Usted tiene una determinación muy rescatable, enserio. Es usted una persona de esfuerzo y esas cosas el cielo las mira y las premia. Me gustaría poder ayudarlo, pero nuestro modelo de vida es tan bueno, tan bien pensado, que nada nos podrá detener. Es perfectible, por supuesto, aún falta hacer muchas cosas, falta traer mucha tecnología nueva que nos hará ser más aceptados, más globalizados. ¿Sabe usted lo que es la globalización?-
-No estoy seguro, señor-
-¿Ve? Aún nos falta llegar a los pequeños rincones del globo. Aún hay muchas personas como usted, ignorantes de lo que está sucediendo. Mire, yo le voy a decir algo, usted es un hombre y entre hombres sabemos que es lo que a uno le hace feliz. Me contó que su esposa tiene Alzheimer, ¿cierto? Debe de estar tan aburrido, con tantas ganas de volver a sentirse joven. Mire, pronto llegará un cargamento de los inventos más cotizados en Europa. Entre ellos, unos lentes de realidad virtual que lo transportarán a cualquier lugar que usted desee. Imagínese estar en un crucero por el Caribe, rodeado de mujeres guapas que lo acarician y hasta le hacen esas cochinadas que usted guarda en su cabeza canosa. No me ponga esa cara, usted sabe que uno como hombre necesita de esas entretenciones-
-Sí, señor pero…-
-Nada de peros, yo me encargaré de que uno de esos llegue hasta su puerta y ya verá como la vida se le vuelve más colorida. Déjese de andar mirando a esos bichos. Son solo bichos, no pueden traerle a usted ningún beneficio más que esta locura que tiene metida en la cabeza. ¿Desgracias? ¿En un país que al fin dejó atrás al monstruo marxista? ¡No pues, hombre! ¡Si las desgracias pasaron cuando hicimos desaparecer a toda esa gente! Aún quedan cosas por hacer pero, ya le dije, todo esto es perfectible. Vaya a su casa tranquilo, mi secretaria le va a dar una bolsita de esas que regalé en mi campaña y además le hará firmar unos papeles para que el juguetito que le dije llegue a las puertas de su casa ¿Qué me dice, hombre?-
-Pero señor, esto es muy importante. ¡Debe usted evacuar la ciudad lo más pronto posible!-
-Ya hombre, vaya tranquilo. ¡Claudita! Claudita, el señor le va a firmar estos papeles, dele una de esas bolsitas que… ¡Hombre no se vaya, pues! Se va a arrepentir, oiga. Bueno, nada que hacer. Otro de esos viejos locos. ¿Por qué no cierra la puerta, Claudita? Hace rato que no me haces uno de tus famosos cariñitos-
. . .
Llegó a su casa, una humilde cabañita que él mismo había construido cuando se casó. Salió al patio, cavó un agujero en la arcillosa tierra y dejó caer a sus 647 amiguitas. Nerviosas, se metieron en las profundidades de la tierra y no se asomaron más. El hormigólogo sonrió, estaba orgulloso. Sabía que los años que había invertido en su oficio no serían en vano. Sin embargo, era humano y la pena se hacía presente en sus ojos siempre humedecidos.
-¿Quién eres y qué haces en mi casa?-
-Rosita, soy yo. ¿Ya me olvidaste otra vez?-
-Sí, disculpa-
El viejo miró a su esposa. Estaba vieja, su cabello canoso hacía juego con el de él. ¿Quién lo diría? La vida se encarga de hacer que las edades desaparezcan. El viejo pensaba en lo que su madre le había dicho un día: “Si te casas con una mujer mayor después la vas a tener que cuidar y el hombre no está para eso” Así había sido, la había tenido que cuidar todo este tiempo. Sin embargo se sentía feliz. Sí, estaba feliz de haber estado con ella desde que era cabrito. Recordaba la risa sonrosada de su esposa, su piel tersa y sudada después de hacer el amor, sus manos que, como dos suaves alas de gorrión acariciaban su rostro de puberto. La levantó de su mecedora “¿Quieres bailar?” Se aferró a su figura delgada, casi huesuda, de pechos caídos por el amamantar, de pies chuecos por el uso de zapatos pequeños. Estaba vieja y fea pero aún la amaba. Aún sentía un escalofrío recorriendo su espalda cuando sentía su aroma a rosa silvestre, indomable y apasionada.
-Enrique-
-…-
-Enrique, te recuerdo. ¡Ahora te recuerdo!-
Bajo el ritmo de sus pies cansados, la tierra comenzó a mecerse con fuerza.
-Ahora te recuerdo. Eres Enrique. Estamos enamorados-
Se besaron como la primera vez que lo habían hecho hace ya tantos años atrás. Se besaron y, así con los labios pegados, esperaron. Bajo el arcilloso suelo de Pomaire quedaba enterrado el recuerdo de la vida sencilla que llevara el viejo junto a su rosa envejecida y a sus queridas amigas de seis patas. Ahora sí, ahora podía retirarse.            
 



Apuntes sobre la paternidad

Un día me preguntaron “¿Cuántos hijos quieres tener?” Casi me desmayé con la pregunta. 
Tomé un sorbo de jugo y pregunté si estaba correcto lo que había escuchado, porque a veces 
oigo voces y bueno… “¿Cuántos hijos quieres tener?” repitió la mujer que tenía frente a mí. 
Había escuchado bien, no era una broma. Sonreía y esperaba que dijera algo maduro, que 
dijera una cifra ¡Cualquiera le servía en ese momento! Me puse nerviosa, claramente era una 
pregunta que no se podía hacer con esa soltura, era una insolencia tremenda. Miré a las otras 
y me reí a ver si era algún chiste que no había entendido. Todas esperaban. ¡Insólito!
Siempre he creído que el ejercicio de la libertad no puede ser practicado a la sombra de la 
paternidad: se priva el macho de beber, se priva la hembra de comprar, se privan los hijos de 
reír, se privan las mascotas de pasear, pero el jefe no se priva de pedir estar en primer lugar 
y  los  amigos  no  se  privan  de  hacerse  los  locos  y  la  plata  no  se  priva  de  faltar. Una 
contradicción maravillosa que da a luz al acto familiar por excelencia: la discusión. ¡Bendita 
sea la discusión! Dos seres humanos reprochándose cosas estúpidas por razones que no tienen 
muy claras. Si usted nunca ha discutido, debe saber que discutir es una cosa muy sencilla. 

Usted solo debe encontrar algo que a su pareja le disguste y hacerlo. Eso hará que el ego de 
su pareja se vea dañado y busque defenderse como si su vida dependiera de ello. ¿Por qué? 
Muy fácil: los humanos en pareja desarrollan una enfermedad llamada “Adultez”, que hace 
que básicamente crean que son seres humanos completos, que no tienen nada que aprender y 
mucho que recibir a causa de los méritos que hacen para conservar la empresa familiar, lo 
que hace que se priven de sus reales gustos y aficiones. En la etapa primaria, los humanos en 
pareja no desarrollan la “Adultez”, sin embargo, el hongo del egocentrismo puede aparecer 
en sus genitales si no se tiene cuidado. Si usted ha notado un olor a podrido mientras le hace 
el amor a su pareja, le recomiendo visitar a su médico y hacer un viaje al sur lo más pronto 
posible. Continuando con la discusión: cuando haya hecho enojar a su pareja, debe pasar 
directamente al acto de confrontación. Esta puede ser directa o indirecta dependiendo del 
gusto que usted tenga para ser un concha de su madre. Muy importante nunca bajar la guardia 
porque ¿quién quiere que le caiga el yugo de la culpa sobre la espalda? Que tú destruiste la 
familia, que tú lapidaste la empresa, que los niños, que los niños… Porque ¿Quién quiere 
conservar la palabra en la garganta? ¿Tanto poner morfema sobre morfema, artículo junto a 
sustantivo y verbo sobre sujeto para luego llenarse la panza de letras y cagar el odio en el 
wáter? No puede ser, si el acto de herir a través de las palabras es muy trabajoso como para 
ser  desechado de  forma  tan  burda.  Debe  de  haber  algún  tipo  de  maldición  para  quienes 
rompan los esquemas de la discusión de tal forma, después de todo, la dignidad que no nos 
da el país la queremos recoger lamiendo la sangre del otro. 

Los silencios son otro recurso utilizado por las familias. Se puede proponer un mutuo acuerdo 
de silencio, se llegue o no a la discusión. Un voto casi, casi que budista. Y digo casi porque 
nadie podría juzgar un acto tan humilde como el callar, sino como una cosa religiosa, oriental, 
sana. Pero como todo en occidente nos invita a ser protagonistas de nuestra propia historia, somos capaces de hacer del silencio el más agudo grito. Pongo un ejemplo que a cualquier 
familia bien constituida le es pan de cada día. Escena: hora de almuerzo, una mamá, un papá, 
agréguese  una  abuela,  un  abuelo,  tío  o  tía  de  manera  opcional  y  los  infaltables  hijos  en 
singular o plural, en género masculino o femenino (esto no tiene una importancia mayor). 
Imagínese una mesa, un mantel, unos individuales, utensilios sobre servilletas, jugo o bebida, 
un plato a elección. Ahora por favor imagine la atmósfera de mierda que se crea cuando, de 
todos los componentes de la mesa, los únicos que realmente quieren estar allí son los objetos 
inanimados. Por favor imagine el sonido de los utensilios rozando los platos, como este ruido 
que en el día a día pasa de manera tan desapercibida frente a nuestros oídos, en situaciones 
como estas, se vuelve un estrépito de guerra. Imagine, por favor, el rostro de los comensales 
cuál de todos más incómodo, mirando su plato como si la carne al jugo con puré fuera la cosa 
más  interesante  del  mundo  ¡Por  favor!  ¿Cuántas  veces  un  valiente  se  ha  levantado  y  ha 
hablado en nombre de todos los presentes diciendo: “terminemos con la farsa, comamos cada 
uno en nuestros dormitorios, escuchando la música que nos gusta, cultivando el silencio de 
manera legítima y honesta”? Pero claro, ahí saltaría la abuela diciendo “Pero mijito, la familia 
debe de estar unida” y la mamá ahí “Dile a tu papá que se vaya a comer a la pieza si el empezó 
con los problemas” y el papá, obvio “Ya te pedí perdón ¿qué más quieres, mujer?” Y el hijo 
o la hija se va a la pieza y escucha el llanterío que queda tras de sí y se culpa, se culpa por 
estar todavía en la Universidad, se culpa por no tener los cojones para irse de la casa pronto 
porque no le quiere dar de comer a la angustia del salir a trabajar para recolectar el pan y el 
arriendo, el pan, el arriendo y las cuentas, el pan, el arriendo, las cuentas y los carretes… Y 
se pregunta en medio de su locura antisistema “¿Cómo puede existir una cosa tan cínica como 
la familia?” Busca entre su mochila a ver si queda un poco de yerbabuena y sale a la plaza a 
pegarse unas quemadas para olvidar lo malo, para quedarse pegado en rato entre los pliegues 
de su polera, entre el canto de las pocas aves que se pierden en la ciudad, para estimular su 
tacto  con  la  textura  del  pasto  y  acariciarlo  cual  pecho  de  mujer.  Mira  las  nubes,  desea 
arrancarse y entre tanto y tanto pensar decide quedarse dormido para ver si en sus sueños se 
dibuja una realidad menos absurda que la que le tocó vivir en esta vida… 

“Ya poh, amiga, ¡Tan atadosa que me saliste!” Todas rieron estrepitosamente “¿Cuántos hijos 
quieres tener?” La pregunta me sacó del trance en que había estado quizás cuánto tiempo. La 
miré a los ojos nuevamente, miré los rostros de las féminas ahí presentes, estaban ansiosas 
por saber mis planes familiares. Todas habían dicho sus cifras, los posibles nombres con los 
que bautizarían a sus creaciones humanas, la forma y color del vestido de matrimonio, la 
carrera que seguirían sus hijos, todo perfectamente calculado. Me cagué de la risa como una 
cabra chica a la que le hacen cosquillas. Me paré de la mesa, “Veinte” les dije y abandoné 
las amistades femeninas por un largo, largo tiempo.   

El loco y el metro


Lo que les voy a contar es una historia real que ocurrió en la ciudad de Santiago. Estaba yo aún joven y llena de sueños cuando tomaba el metro todos los días en dirección a Plaza de Maipú para llegar a mi liceo. Las arrugas no se me asomaban aún y el cabello me lo entintaba de color chinita, eran otros tiempos de los que mucha memoria guardo. ¿Les dije que es una historia real? Lo siento, la memoria con los años se agujerea y como colador descompuesto desecha los tallarines y conserva el almidón. Estaba yo en el metro en un horario en el que los habitantes de Santiago estaban obligados a meterse como ganado dentro de los trenes, se empujaban sin control con la llegada del tren que tenía un color como del cielo. El guardia de la estación inútilmente gritaba: “¡Detrás de la línea amarilla por favor!” pero era una cosa terrible la necesidad de llegar pronto al trabajo, después de todo debíamos pagar el gran televisor, el celular que es una cosa en caso de emergencia, claro, y como la tecnología avanza a pasos agigantados sin el internet no podríamos tener amigos, ni anécdotas, ni comentarios bajo nuestro rostro sonriente asique se le contrata el plan a la hija y al hijo también porque a la hermanita debe cuidarla, señor, usted será padre de familia un día y deberá cuidar a sus hijas de los violadores, no me conteste señor, usted es un hombre y se pone el terno y se va a la oficina, mierda. Así eran los papás en esos tiempos, grandes hombres, pero aún chapados a la antigua, cargando los miedos de los viejos más viejos que yo. Así eran y así se murieron muchos de ellos.

Llegaba el tren y abría sus puertas “¡Deje bajar antes de subir!” vociferaba el guardia, “¡Deje bajar, por favor!” y como si los gritos dieran la bendita partida, nos metíamos corriendo ¡qué digo corriendo! Volando como si alas tuviéramos todos y tuviésemos que emigrar lejos de nuestros pensamientos, lejos de la soledad que nos encerraba en nuestras piezas, lejos, lejos de todo para estar cerca, muy cerca de otros humanos y odiarlos como dios manda. Entre manotazos y empujones lográbamos hacernos un lugar en ese nuevo mundo dentro del tren. Cuidábamos de no caernos, sujetados de los fierros o de las paredes, como pudiéramos, era una cosa terrible, de veras les digo. A veces no había lugar y debías rogar al cielo que no veíamos nunca que no te cayeras, que por lo más grande no te fueras a dar contra el suelo porque al jefe no le gustaba la apariencia de fracaso y el director te revisaba los zapatos lustrados o anotación negativa, pero director, me caí en el metro, de veras no quiero una anotación negativa, no señorita, una dama siempre anda limpia, aprenda a ser una buena mujer y había que callarse la boca porque a nosotras nadie nos escuchaba. Les juro que así era, la memoria me falla a veces pero estas cosas yo las viví y las llevo tatuadas en la lengua.

 Nos afirmábamos pero en ocasiones no había espacio y te las aguantabas aunque te haya salido caro el pasaje, enserio, la gente pagaba por sufrir. Cierto día estaba yo yendo al liceo sin mis audífonos puestos, condenada a un silencio ridículamente aburrido dentro del fétido tren, cuando un hombre se subió en estación San Joaquín. Se abrió paso entre la gente pidiendo disculpas y se encontró con un bendito espacio vacío pero sin lugar donde afirmarse. Pensé “Pobrecito, de nada le valió subirse” Sin embargo el hombrecito no se dejó amedrentar por aquel destino cruel y, valiéndose de su voz como único recurso para torcer su suerte, se acercó a un empresario de esos que aún no ganan más que su mamá limpiando el baño pero que se creen dueños del sol y le dijo: “Disculpe señor, es una corbata muy bella esa que tiene asfixiándole el cuello. No lo digo sólo por decir, señor, no. Mire, yo tengo una vista bien fina y le digo, esos diseños son muy difíciles de combinar pero usted ha logrado vestirse a la perfección, señor. Esa camisa verdosa va muy bien con esta corbata, señor, mucha clase, mucha calidad.” El empresario, visiblemente perturbado pero al mismo tiempo halagado por las palabras del desconocido le dio las gracias y volvió a mirar al frente. “Señor, disculpe pero esa corbata es realmente bella. Disculpe pero… ¿me dejaría tocarla un momento?” Pasando sus dedos por la costosa corbata movía su cabeza como elogiando mudamente al creador de este pequeño accesorio. “Muy buena calidad, mucha firmeza, esta pieza de tela de veras que es algo muy valioso. Señor, disculpe, ¿me dejaría sujetarme de su corbata? Usted sabe lo movidos que son los viajes en metro y usted tiene una corbata muy firme aquí.” Sudando, el empresario intentó replicar algo hiriente, algo que alejara a ese extraño adefesio de su vista. Ya lo había hecho antes, ya había dejado a su madre llorando en casa luego de decirle que no era más que una empleada doméstica, una sirvienta pobre que agradecía el pan mientras que él labraba su futuro como los grandes, como los que no se conforman con la marraqueta a la hora de once sino con la panadería completa, eso quiero mamá, quiero la panadería completa, quiero comerme todo el pan de Santiago, de Chile, del mundo, no como ustedes unos pobres obreros, yo seré jefe, seré un hombre poderoso que se pudrirá en el oro que sale de sus dedos, no como ustedes que se pudren en su pobreza. ¿Qué lo hacía dudar ante tan absurda petición? ¡Era evidente que ese hombre estaba loco! ¿Cómo se hiere a los locos? ¿Cómo se los deja llorando como a una madre defraudada de su propia creación? Sin saber qué hacer sudaba mojando la camisa. “Señor, no sude, señor, mire que estas corbatas se achican con el agua fría. ¿Puedo sujetarme, señor? El tren ya va a dar uno de esos remezones malditos, señor.” Y con un gesto casi mecánico, el empresario asintió con la cabeza dejando que el loco se afirmara de su corbata. Así se fueron por casi dos estaciones, el uno tieso mirando hacia en frente y el otro feliz de sentirse seguro en su ida al trabajo. Cuando el empresario se bajó en Baquedano, el loco desconocido se quedó sin un lugar del cual afirmarse otra vez.

Junto a él se paró una señora rubia artificial luciendo un collar de perlas blanquísimas y yo pensé “Ahí va a ir de nuevo, le va a insistir a la señora.” Pero mis pensamientos estaban muy equivocados, en vez de eso se dirigió a una colombiana morenita que estaba frente a él y le dijo: “Disculpe dama, usted tiene unos rasgos muy bonitos, de una belleza que acá en Chile no se ve ni se aprecia con frecuencia.” La colombiana le dijo pues que muchas gracias, que acá se le discriminaba más que lo que se la elogiaba con tanta educación. “Sus labios, señorita, son muy bellos, muy grandes y carnosos, evidentemente bellos e hidratados.” La mujer, con desconfianza, le dio las gracias y calló secamente. “Señorita, disculpe pero ¿podría yo sujetarme de sus labios? Se ven tan firmes y yo aquí me tambaleo más que trompo en fiestas patrias, señorita, por favor ¿Podría afirmarme de ellos sólo un momento?” Ante tan amable petición la mujer no dudó un segundo, pensó que la costumbre en este país era así y que quizás iba a ser bien visto por los demás. Tal vez de esta forma estaría haciendo un acto revolucionario, un acto pequeño pero que podría cambiar la realidad de miles de extranjeros que llegaban a Chile con el sueño de construir una vida mejor para ellos mismos y para sus compatriotas que sufrían secuestros allá en sus preciosas y violadas tierras. Y así se fue el desconocido, nuevamente afirmado y con una sonrisa de oreja a oreja que no se la quitaba ni el remesón más fuerte que diera el metro. 

Cuando la colombiana se bajó en Plaza de Armas yo pensé “Hasta aquí llegó su cómodo viaje, ahora le tocará pegarse unos tropezones como nos toca a todos los que no estamos locos.” Y mientras pensaba en esto se acercó a mí con su sonrisa amable. Pensé en que nadie podría torcer la dureza de mi juventud, mi boca estaba preparada para articular algún insulto intelectual que lo dejara sin recursos de convencimiento, no me iba a pescar, pensaba, no iba a lograr doblegar mi voluntad con un halago de esos que se le dicen a cualquiera. Se me acercó y, les digo, yo tenía un libro de ideas con las que le podía negar todo lo que pudiese decirme, se me acercó y me dijo: “Usted tiene un cabello pintado como las chinitas y una mirada de adolescente arrogante que me parecen he visto antes, no quisiera tener que afirmarme de una mujer como usted nunca jamás en mi vida, señorita. Usted es de esas que pegan el grito en el cielo si se les hace lo que no se debe, de esas que saben torcer la voluntad de uno cuando se les intenta controlar, usted, señorita, usted me da asco. Preferiría caerme a tener que tocar alguna parte de ese cuerpo al que usted ha sabido dar valor propio sin necesidad de nadie más que de la voz de su conciencia. Usted será un fracaso, señorita, un enorme fracaso y lo será en mayúsculas. Sus hijos le darán la espalda, sus padres llorarán de frustración al ver su futuro de caminante libre, usted, señorita, usted me da un asco tremendo.” Al oír sus palabras me llené de una rabia incontrolable ¿Qué se creía ese ser que estaba parado frente a mí?  ¿Creía que iba a dejar pasar un discurso tan repugnante como aquel? No, no. Ustedes saben que soy arrogante y olvidadiza, pero no me olvidaré nunca de la cachetada que le di en el rostro a ese insolente desconocido, fue una cachetada tan fuerte que se le giró todo el cuerpo y se desplomó en el piso. Todos los pasajeros miraron la escena y comenzaron a levantar sus voces, algunos relatando lo ocurrido a los que estaban más lejos, otros insultándome sin piedad. Una señora incluso dejó su asiento y fue a levantar al pobre hombre que estos adolescentes de mierda, no se les seca el ombligo aún y andan dañando a los pobres trabajadores como una, venga que usted necesita este asiento más que yo, venga mijito póngase cómodo, si usted me recuerda a mi hijo que se murió cuando tenía su edad, le dio un infarto y hasta ahí no más llegamos ¿Quiere más agüita?

Y así fue como al bajarme en Quinta Normal pude ver que el loco hombre desconocido se iba sentado en el tren repleto, con las piernas estiradas y apoyadas sobre las piernas de un viejito calvo que le limpiaba los zapatos mientras que algunas mujeres masajeaban sus hombros y lo alimentaban con pan amasado hecho por sus propias y arrugadas manos. Levanté mi dedo de en medio antes de que el tren se fuera pero lejos de ofenderse por mi gesto, me mandó un beso y se despidió agitando la mano con esa sonrisa que pocas veces te encuentras viviendo en la ciudad de Santiago.