lunes, 23 de septiembre de 2019

En memoria de Miss Coty


Lloramos todos durante el funeral, dejamos flores en su ataúd y nos fuimos en silencio hacia el metro. Los siguientes días pasaron con el sabor de un luto reposado. Se hicieron los homenajes esperados, se leyeron los discursos, se lloró discretamente, se hizo una especie de altar fuera de su sala  de clases y, finalmente, se creyó que el alma de la profesora Clotilde se había ido al santo reino en paz. Como es natural, se buscó un reemplazante para su asignatura. Muchos estábamos expectantes respecto de quién se sentiría capaz de llevar a cabo una labor tan compleja como la de ser profesor de fonología inglesa. Tal vez suena exagerado dar importancia a una asignatura que, hoy por hoy, resulta tan innecesaria. Después de todo, los únicos sonidos que llenan la panza son los cantos de las monedas al chocar y el susurro leve de los billetes al caer desde el cajero automático. Pero dentro de esta burbuja llamada Universidad, donde la cosa funciona al compás de utopías y sueños, la fonología supone una disciplina bella y trabajosa. 

La profesora Clotilde, Coty, apodada, no sé si por ella misma en desdén de su nombre o por sus amigos y familiares como muestra de cariño, era una mujer excesivamente aplicada en su labor y exigía esto a sus estudiantes con poca discreción. Aquella sonrisa burlona demostraba su sincero repudio hacia la estupidez humana, así como una infantilidad impensada en una persona de su edad. Siempre llevaba consigo chucherías de estética gatuna, collares, aretes, pulseras, bolsos… todo lo que uno se imaginara ella lo tenía en forma de gato. Es que los amaba mucho, yo pienso un poco porque ella misma se planteaba ante la vida como una felina: cautelosa, preparada, dispuesta a atacar para conseguir lo que deseaba. Era tal su amor por los gatos que tuvo muchos a lo largo de su vida y siempre llevaba consigo alguna foto de ellos. Se emocionaba mucho cuando uno le pedía ver algunas de sus fotos y contaba con una tremenda satisfacción las travesuras de sus mascotas. 

Cuando falleció, sus gatos fueron regalados a algunos de sus estudiantes, los que estuvieron más que felices de acoger en sus hogares un trocito de la profe de fono. Se regaló una cantidad total de diez gatos entre machos y hembras. Yo me quedé con una gatita pequeña a la que apodé “Luna” porque tenía los ojitos grises. Como era una de las más pequeñas, la profe no la había alcanzado a bautizar apropiadamente, por lo que, cuando me la entregó su hermano a quien todos llamábamos “Coto” por ser el hermano de Coty, me dijo: “Coty la llamaba “Gato chico” porque no sabía bien si era macho o hembra cuando llegó”.

Un día llevé a “Gato chico” al veterinario para hacerle un chequeo general. Cuando entramos a la consulta, el veterinario me pidió que la dejara en la camilla mientras que él iba a buscar alguna cosa de veterinario a no sé dónde. Parecía molesto, pero esa molestia que se produce por vivir corriendo e insatisfecho. Hice como me pidió y observé cuidadosamente la consulta. Vi algunos diplomas y muchas imágenes de animales pegadas en las paredes, también algunos tubos de ensayo llenos de jugos de dudosa procedencia y noté que junto a ellos estaban unas fotos que mostraban al doctor y a su familia junto al Big Ben. Me quedé largo rato observando los rostros de las personas en el cuadro: sonrisas amplias, atuendos costosos, hijos atléticos y guapos, casi no parecían chilenos promedio con todos esos adornos encima. Estaba absorta en la fotografía, cuando veo que la Luna se había lanzado como un proyectil sobre el cuadro que mostraba a la feliz familia del doctor. Nerviosa le grité que se bajara y cuando al fin la pude atrapar, el cuadro yacía en el suelo en mil pedazos. Como la mala suerte nunca se aburre de escarmentarnos, el veterinario ingresó rápidamente en la consulta, preocupado por el ruido que se había sentido tan fuerte desde quién sabe dónde andaba. Se agarró la cabeza y con una sonrisa fingida dijo: “¡Pero qué gata más naughty! You’re a naughty, naughty cat!” Decía mientras la levantaba en el aire. “Look what you’ve done!” decía en un inglés británico exagerado. “Los gatos saben lo que uno les dice aunque hable en otro idioma right, kitty?” Tomó a la Luna y la levantó hacia el techo justo sobre su cara. Alcancé a ver en sus ojitos grises la misma expresión burlona que hubiera visto antes en el rostro de Miss Coty. Me tapé la boca con ambas manos, aguantando la risa a carcajadas cuando “Gato chico” vomitó en la cara del doctor internacional. Nunca más pudimos volver a esa clínica, pero estuve segura de que Miss Coty había enseñado bien hasta a sus gatos.     

  

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