martes, 17 de mayo de 2016

Las emociones que se nos permite sentir a los seres humanos son como una piscina de pelotitas. Toda sensación que pasa a través de nuestros poros, se incrusta en nuestra mente y nos hundimos en ella. Es casi adictivo el efecto que producen las emociones. Durante el transcurso de nuestra historia hemos estado intentando resolver la problemática de las emociones desde diversas perspectivas. Sin embargo, el esfuerzo deja de parecer significativo cuando nos damos cuenta de que nos arrastra hacia nuevas sensaciones, hacia nuevas pelotitas que parecen más atractivas que las anteriores y así es como volvemos al círculo eterno del ensayo y error.
Me cuestiono la utilidad de racionalizar las emociones pero ¿qué sería de mí si no lo hiciera? No soy partidaria de dejarse arrastrar por el río tan fácilmente. A estas alturas de la vida, la pubertad ya ha quedado muy atrás y con ella mi incapacidad de enfrentar cara a cara a esta extraña realidad. Solía tener mucho miedo de perder las ganas de sentir otra vez. Este miedo era tan fuerte que me enredé con personas que contaban con una fuerte emocionalidad como parte de su sistema de vida. Todas las decisiones se tomaban en base a ellas, así como la calidad de la discusión y el desenlace de la misma. Me volví militante de esa filosofía de vida, no censuré ninguna lágrima de mis ojos, no me revelé contra la melancolía ni reprimí mi odio infundado por la pura vista. Sin embargo, no me sentía fuerte sino profundamente expuesta. Cualquier cosa podía producir un abatimiento novelesco en mi cuerpo de joven puberta. Aún así, podía sentir un asco tremendo hacia aquellos seres de lata que no se permitían una lágrima o una risa de vez en cuando.
Tras dolores que no es necesario mencionar ahora, descubrí que la barrera más segura contra las emociones era el pensar en las mismas hasta encontrar el punto de vuelta a la paz. Así es como nació mi actual método de calma, no es de los mejores pero hasta el momento ha cumplido su función bastante bien. El problema es que no puedo detener las ganas de hundirme de nuevo en la emocionalidad extrema. Basta con que una pequeña propuesta de sensación se presente para que, como al ver el chaleco con hilachas, me den ganas de tirar de aquel hilo suelto y derrumbarme completamente. Supongo que esto sólo demuestra que soy una adicta en pausa, que nunca me he curado completamente de ese drama puberto y que de vez en cuando me gusta el disgusto que producen las pataletas infantiles.
Suelo pensar que me rodeo de personas para evitar luchar contra esa parte de mí. Como si los que me rodean validaran a esa mujer que he intentado construir con el paso de los eventos, como si me permitieran enterrar a la impostora de trece años que se me aparece en las situaciones donde debo actuar con más cordura. Me causa mucho dolor admitir el uso que le otorgo a mis queridos en este sentido. Es como si traicionase el cariño gratuito que todos ellos me regalan dándole una absurda funcionalidad que sirve para calmar mis dolores de parto. Tal vez es por eso que me siento en deuda con todo ellos, tal vez ese es el motivo por el que quiero darles lo mejor de mí y me da una impotencia enorme saber que he dañado a alguno de ellos en mi paso por la vida.
No me quiero culpar. Supongo que no estoy sola en la lucha contra la madurez y que hay quienes se sienten tan desesperados como yo en este momento. Que no saben cómo actuar o cómo hablar de aquello que les causa un dolor irracional e inmaduro. Esa esperanza me mueve a hablar con otros y a descubrir lo que se esconde entre las palabras y los gestos azarosos, a ver si puedo encontrar un compañero de emociones vergonzosas, algún ser que aún no se despida de su faceta puberta por completo y que invente mecanismos para lograrlo. No sé la razón, pero hallar esos rasgos de emocionalidad en otros me tranquiliza un poco, me hace sentir más segura de los pasos que daré en el futuro, a pesar de no saber bien hacia qué dirección.
En el transcurso del camino hacia la emocionalidad saludable, espero descubrir la técnica para ir y venir de la piscina de pelotitas con la cabeza quieta y el pulso tranquilo. Poder hundirme hasta el fondo, abrazar a mi treceañera del alma para luego volver a este extraño limbo sintiéndome menos perdida y más reconfortada.